Carmen Fernández autora del texto siguente
(fragmento de El cazador del arco iris)
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I
Nací el año 1922 en la aldea de Acebumeya y me pusieron de nombre Carmen. La aldea perdida en lo hondo de un valle denunciaba su presencia por la ropa blanca puesta a secar sobre las zarzas, se tendía cerca de la fuente o manantial de la Sirena, casi en el bancal de Evaristo, donde teníamos unas piedras blancas y redondas para ir a lavar la ropa, aquellas piedras anchas de nácar eran nuestra escuela de mujer, donde aprendieron a lavar generaciones enteras. El arroyo es frío y malo para bajar con un canasto de ropa, por la mucha vegetación y las zarzas de donde dicen los más viejos que le hicieron la corona de espinas al Salvador del Mundo. Recuerdo perfectamente que, como hacía mucho frío, cuando yo tenía cuatro años mi madre me calentaba la ropa en la lumbre antes de ponérmela, era el gozo de la lumbre. Crecen chumberas, ricos espárragos trigueros, revolotea la paloma torcaz, el chamariz y un enjambre de abejas que tiene el tío Wendeslá en Cerro Verde cerca de las Cuevas que tuvo la desfachatez de casarse con una de Fornes, y desde entonces no le hablábamos por lo bonito que lo había hecho. La comarca tiene dos razas de piedras: las blancas y las grises, dos cultivos diferentes y dos vidas: la campesina y la salvaje de la sierra. Aquel que se acerque una sola vez a mi tierra no la podrá olvidar jamás, no tiene comparación con ninguna otra. Toda piedra, toda cueva, toda planta tiene su nombre, su alma escondida entre enebros milagrosos, porque dicen del enebro que si se quema su corazón durante nueve noches seguidas protege contra cualquier peligro, la virtud del enebro no sé si será verdad pero deja un olor dulzón como la mirra. Aunque yo no creo en hechicerías sino en la voluntad de Dios.
Mi hermano Paco, una vez que vino del cortijo Limán, se trajo una tortuga mora, no sé lo que pasó pero no había una mosca ni un mosquito, se ve que los insectos las huelen y se marchan, comía tomate, era el animal más silencioso que conocí. Dicen que trae buena suerte porque son muy longevas. Pueden llegar a vivir 150 años. Mi Paco se casaría con Amalia Torres de la familia de los Obispo, y se fue a la Guardia Civil. Recuerdo que había muchas moscas asquerosas en el cortijo, las moscas saben que la sangre es más dulce que la miel, por eso acude a las heridas, mi madre colgaba en el cortijo unas cintas pegajosas donde morían muchas, pero no había forma de acabar con todas ellas.
Yo nací zurda o zocata, es decir, que en mí predominaba la mano izquierda, y como esta mano que yo usaba para todo era la mano del Demonio, de niña mis padres y hermanos, me hicieron sufrir mucho, pues me prohibieron usar la mano izquierda para escribir, o persignarme, o comer con la cuchara, para ello me ataban la mano izquierda a la espalda, y tenía que hacerlo, todo, torpemente, con la derecha, que era la mano de las personas “decentes”, hasta aprender. No parecer “decente” me causaba angustia y pena. A la hora de comer con cuchillo y tenedor no entendía por qué el tenedor sí se podía coger y llevártelo a la boca con la mano izquierda.
Mi madre me decía que el tenedor era como el tridente del diablo, por eso hay que cogerlo con la mano izquierda, es la mano con la que uno se asea la parte vergonzantes, y no se puede usar para otra cosa. Supe años después que lo de usar la mano izquierda para el aseso personal íntimo era costumbre árabe, por eso no la pueden usar para comer, que lo hace siempre con la derecha. Al cabo de los años yo acabé ambidiestra, es decir, que lo mismo podía hacer la misma cosa con una mano que con la otra, excepto planchar y cortar con las tijeras. En política hay dos palabras: derecha e izquierda y tienen grandes relaciones ético-político-morales. Me reí muchos cuando Felipe González empezó a gobernar España desde la izquierda, y no se hundió el firmamento, ni apareció el Diablo, para reclamar que le habían usurpado su lugar en los Infiernos.
II
Mi madre se llamaba Virtudes me decía que con paciencia encontraría el hueco por donde se cuela la imaginación. Y con ella viajaremos a todos los lugares del mundo porque no hay nada tan veloz como el pensamiento, ni tan gratificante. Así pasaba las tardes de mi soledad infantil: pensando en lo que era y en lo que podía ser. Necesitaba alas de imaginación, bastardas ideas y Alicia en el País de las Maravilla, era una niña, tímida y solitaria llena de imaginación de laureles, mi mundo era pequeño y todo me llamaba la atención.
Oigo todavía en mi memoria, el viento en el barranco; en la sierra el rumor de los pinos y añoro ver amanecer con tanta fuerza que explota allí el día, el silencio de los perros que se habían pasado toda la noche ladrando a la luna con bufanda de nubes, convencidos de que si se duermen bajo la luna llena se convierten en lobos. No sabemos si son los lobos los que sueñan con la luna o la luna con los lobos. La Acebumeya era muy húmeda en invierno y había mucho frío, el sol llegaba siempre tarde, había más días malos que buenos; en verano, como corría poco aire por estar situada en lo hondo del valle y hacía mucho calor.
Mi padre se llamaba Emilio y era hijo de José Fernández, uno de los cuatro huérfanos de los Simontes, hijo de María Jesús Ruiz y de Manuel Fernández el que se mató en la Piedra Jorá cerca de Cómpeta. Mi padre se había casado con mi madre llamada Virtudes, que era su sobrina, a la que le llevaba doce años de diferencia; y es que la sangre, como si fuera de la familia real, no se mezclaba con otras, siempre la misma familia y matrimonios cruzados entre parientes como los reyes, con el temor al dicho de que los hijos de primos hermanos salen tontos. Pero yo tengo cinco hijos y ninguno ha salido tonto ni tarado, sino muy listos. Mi marido se llama José, aunque su madre le añadió lo de Ramón como segundo nombre de pila. Es primo hermano mío, su padre y mi madre eran hermanos.
Mi padre compró un cortijo en las lomas del Mayarín al tío Leonardo con viñas moscateles para dedicarse a las pasas, padecía de bronquitis y le recomendaron la solana, y por eso compró el cortijo para salir de la humedad del barranco, recuerdo que hicimos una mísera mudanza en el mes de febrero, el cortijo era muy pequeño para ocho hermanos que éramos, poco a poco fue mi padre y mis hermanos haciendo obras, tenía una habitación para el matrimonio, un almacén para trastos y un comedor que servía además de cocina, si se le puede llamar cocina al lugar donde se encontraba el chupahumos y la cantarera, por la noche el comedor se convertía en habitación poniendo colchones en el suelo, y juntos dormíamos hermanos y hermanas separados por unas cortinas.
Mis primeros recuerdos de infancia son la claridad del Mayarín, había mucha luz, mucho cielo, vistas al sur, desde allí se veía el mar que no veíamos en lo hondo de la Acebumeya, y en los días muy claros se podían ver las montañas de África o el Atlas Marroquí. Este traslado me vino mal para ir a la escuela de Acebumeya porque había unos dos kilómetros por camino de la sierra con subidas y bajadas.
Cuando hicimos la mudanza desde Acebumeya al Mayarín yo tendría unos siete años, había media legua de distancia, mi padre cargó en el mulo la cama y la ropa envuelta en una colcha que llamaban de tela "zarasa", no sé por qué motivo le llamaban así, jamás he vuelto a escuchar ese nombre de tela. Recuerdo que era una colcha grande, de cama de matrimonio, suave, de color rojo vivo y brillante, con la que era una gozada taparse y verla sobre la cama como un manto de claveles rojos, una maravilla de la que mi madre estaba muy orgullosa. A mí, como enseres de mudanza, me dieron un cenacho, con un pollo vivo, y cuando iba por el Ventorrillo del Cano, me pesaba tanto que lo dejé en el mismo camino, y cuando llegamos al cortijo preguntó mi madre por el pollo y el cenacho yo le respondí: “El pollo no se quería venir”, mis hermanos volvieron a por el pollo y estaba todavía allí, nadie se lo había llevado, y es que la gente de aquellos lugares respetaban mucho la propiedad ajena tanto como su propia estima, tanto es así que cuando cae un fruto del vecino al suelo y llega a tu tierra no es tuyo y no lo debes recoger, sino darle una patada o volverlo a poner debajo del árbol donde se había caído.
Una muestra del respeto a la propiedad es la ausencia de vallas o alambradas en el Mayarín, y eso lo dice todo. Una de las palabras que más escuchaba era la de: “Esa cepa no es nuestra, aquel durazno tampoco, el olivo sí, el albaricoque sí, aquella piedra blanca es la linde”. Había una precisión y un respeto absoluto a las lindes, que no había ni que marcar. "No hagas esto o aquello que se puede enfadar el vecino", decía mi madre, cuando nos veía andar por lo que no era nuestro. La palabra vecino era más fuerte que la bondad del propio vecino, el cual nos consideraba a nosotros como nosotros a ellos: "Respeta y te respetarán".
El interior del cortijo era pequeño pero hecho con todas las normas del buen hacer, cuatro paredes sobre un muro maestro, en el techo se podían ver las vigas y los cañizos, mi madre con mucho arte decorativo puso su cama dirección a las vigas como es costumbre en los cortijos, nadie sabe por qué razón no se deben cruzar, todo el mundo lo hace pero así debe ser. También puso a la Virgen del Socorro, de la que era muy devota y un Cristo en su primera caída con San Simón ayudándole y el retrato del Rey Alfonso XIII. Por la noche mi padre encerraba en la cuadra al mulo, las gallinas y la cabra, jamás nos robaron nada. Nuestro desayuno eran maimones: aceite de oliva con ajos fritos, sal, agua cocida con pan y uvas, más algún chumbo cuando era la temporada allá por septiembre. Leche de la cabra con café de malta, era nuestra merienda. La costumbre era que cada cortijo tuviera sus pencas propias para comer los ricos higos chumbos. En el exterior había ocho paseros, usados para secar las uvas, los higos y otros frutos como los duraznos, a los que se les quitaba el hueso y se dejaban secar, eran los orejones. Según el número de paseros así era la riqueza del cortijo y sus fincas.
En las noches sin luna el comedor se quedaba tan a oscuras que no podía dormir, me daba miedo y cuando le decía a mi hermana Virtudes que no podía dormir, ella me decía: “Cierra los ojos y verás cómo te duermes", si seguía hablando mi hermana me daba un beso para no despertar a mi hermana menor Salvadora. Las noches eran muy largas y oscuras, aunque nos acostábamos a la puesta del sol y nos levantábamos al amanecer del día, tenía insomnio mientras mis hermanos roncaban a pata tiesa cansados del trabajo del campo. No me dejaban encender una mariposa siquiera, por temor a que salieran ardiendo los colchones. Para orinar se hacía en la escupidera, a no ser que hubiera que hacer otra necesidad más sólida en la que había que salir a la cuadra que estaba fuera del cortijo, porque dentro no existía cuarto de aseo.
III
Todas las tardes había que bajar a por agua a una poza o pocillo que estaba en un camino muy ladero, al pocillo de los Peñoncillos, unas veces en el mulo iba mi padre, pero si éste estaba ocupado, había que hacerlo con el cántaro a la cabeza. Cuando en verano el pocillo se quedaba seco, había que ir a por agua a la Acebumeya con el mulo, pero ya se encargaban de ir mis hermanos mayores; mi madre sí que notó el cambio a peor, allí tenía todo el agua que querías, sin embargo, en la solana del Mayarín teníamos que economizar, gastar lo imprescindible, la lucha por el agua fue una de mis pesadillas, cuando el cántaro se quedaba vacío entraba agobio y ganas de llorar. Para lavarse las manos antes de comer o cenar, mi madre llenaba medio lebrillo pequeño, y allí, en la misma agua, nos lavábamos todos con el mismo jabón verde de fabricación casera con el aceite quemado que sobraba y sosa cáustica y flores de lavanda.
Mi madre siempre se quejó de que no le ayudábamos lo suficiente en las tareas del hogar, y mi padre de que las hembras éramos improductivas, nuestro futuro se reducía a casarnos con un buen partido, y lo mejor para él era un chico que le ayudara en el campo. Yo de pequeña fui muy temerosa por culpa de mis hermanos que tenían la costumbre de asustarme por todo, y no sé por qué motivo, les encantaba hacerme llorar, hacerme rabiar, hacerme enfadar. Decían mis hermanos que yo era muy lastimera, lloraba por cualquier cosa, incluso cuando veía que los gatos se metían entre las pencas cuyas púas eran muy peligrosas creía que se las clavarían y se morirían llenos de espinas. Algunas veces, aparecía por el cortijo Miguel, el de Patamalara (trabajaba en la fábrica de la luz de Patamalara, como maquinista) primo y novio de mi hermana mayor Dolores, y que sabía ganarse a los niños, era un hombre de un trato cariñoso y complaciente, y cuando me veía llorar me dedicaba su tiempo, y si se enteraba de que mi disgusto era porque los gatos no salían de las pencas, él los llamaba misi-misi-misi, y con un arte especial, los gatos salían a comer de su mano, y eso me daba mucha alegría.
IV
Éramos ocho hermanos aunque mis padres tuvieron once hijos (tres de ellos fallecieron de pequeños): Las hembras éramos: Dolores, la mayor, que se casó con Miguel quien le llevaba muchos años cuando se casaron y se fueron a vivir a la fábrica de la luz de Patamalara en un barranco del río Torrox; Virtudes conocida por la de Bilbao se casó con Paco Villena un suboficial de la Marina de la especialidad de Radiotelegrafista; yo era la penúltima de las hembras, y he tenido cinco maravillosos hijos. La menor Salvadora casada con Alberto Bueno, el de la Plaza de Frigiliana, porque vive en la plaza de la iglesia y tuvieron tres hijos, Ana, Damián y Florencia. Como yo era la tercera de las hermanas no fui de las que más trabajé en casa de mi padre, las dos mayores fueron las que se mataron a trabajar. Los varones: Emilio que se casó con Doloreta de Cómpeta y ha llegado a los noventa y dos años, vive en Málaga con su hija Sofía y Emilio. Antonio que casó con Dolores, la hermana de mi marido, tuvieron 4 hijos: Primitiva, Antonio que falleció con 16 meses, Alberto (falleció por su propia voluntad) y Dolorcitas. Francisco que se casó con Amalia Torres de la familia de los Obispo, tuvieron dos hijos María Victoria y Paco Emilio. José que se casó con su prima Edelmira, tuvieron dos hijos Rogelio y Emilio.
Mi padre fue alcalde pedáneo de Acebumeya en la República porque sabía leer y escribir y de vez en cuando leía periódicos que compraba en alguno de sus viajes a Vélez-Málaga corazón de la Axarquía. En el cortijo y bajo la luz del candil mi padre enseñó a los ocho hijos a leer, a escribir y las cuatro reglas aritméticas, era un hombre político que le gustaba leer periódicos viejos o algunos que le traían de vez en cuando sus yernos o algún corsario de Vélez-Málaga porque era el lugar más cerca de donde los vendían.
Mi padre era muy severo con los hijos, nos llevaba a todos a raya, le hablábamos de usted, le respetábamos mucho, tal vez demasiado, de ahí proviene mi timidez, creo, por otra parte, que sin una disciplina en un campo lleno de soledad, necesidades y peligros, la vida no hubiera sido posible. Las salidas de casa estaban muy restringidas, las hembras jamás salíamos solas, los varones los jueves y domingos si tenían novia, por eso a muy corta edad se la buscaban, para salir. Estaban deseando casarse. El resto de los días de la semana, recuerdo que nos arrimábamos todos a la lumbre en invierno y mi padre nos contaba cuentos como el del lobo y los cinco chivitos, ese cuento me daba mucha pena, es que lo vivía, o el del grajo y la zorra que se invitaban a comer mutuamente y la zorra ganaba hasta que el grajo metió la comida dentro de una botella y la zorra no podía comer; el cuento de Juanillo el malo, que se sentaba encima de los huevos de las cluecas; el cuento del “Príncipe y la Doncella”; sobre el bandolero Tempranillo y sobre todo lo que se contaban mucho eran acertijos y refranes. Los acertijos gustaban mucho, porque cuando aparecía algún familiar se lo soltabas, y si no sabían las respuestas, eso te daba un aire de inteligencia y de importancia nada común. Contaba que los grajos tienen el pico y las patas moradas, porque San Onofre comía sólo moras, las aves se las robaban y como no sabía qué aves eran, entonces dijo que de aquí en adelante quien comiera las moras se mancharán de su sustancia colorante y no se le quitaría nunca, y llevarían la marca de su delito, por eso el grajo tiene el pico y las patas del ese color morado.
Los días en los cortijos se hacen muy largos, sobre todo en invierno que a las 6 de la tarde ya era de noche, en ellos vive la soledad, muy de tarde en tarde pasaba algún vendedor o vecino o algún familiar, y cuando llegaba se le recibía con mucha atención y hospitalidad, había que cuidarlos para que se fueran contentos y volvieran otro día por allí. Por eso mi madre guardaba café bueno que llamábamos de las visitas. De no ver gente, una se volvía una huraña y poco sociable, nos avergonzábamos de vestir como salvajes, y si desde lejos avistábamos a alguien con posibilidad de acercarse nos cambiábamos de ropas, aunque lo más cómodo para mis padres era que nos escondiéramos en el almacén.
Mi padre sabía muchas cosas porque fue muy andariego, iba mucho a Vélez- Málaga donde vendía su propia cosecha de pasas directamente para ganarles más dinero, en los viajes echaba tres o cuatro días entre ir y venir, por el camino conocía a mucha gente trapichera, paraba en las ventas y allí se enteraba de muchas cosas. Estaba obsesionado con saber y, como quien no se cansa, repetía la frase manidas de que no nos dejáramos engañar por nadie, por eso, insistía en que teníamos que aprender cálculo mental y cuentas: "Si no sabéis hacer cuentas os engañarán en el precio de las cajas de pasas, la gente abusa de quien no sabe". Para mi padre nada de lo que se hacía en casa estaba bien hecho, no apreciaba el trabajo de los demás, nunca te alentaba en los progresos, entre su vocabulario abundaban las palabras inútil, tonto, vago, mequetrefe, gastoso...
V
En cambio mi madre sin saber leer ni escribir era más amable, no podía emplear su tiempo, según ella en tonterías que no servían para nada, nada más que para meter grillos en la cabeza para volverse loco. Ella era de las que iba ocultándole a mi padre los defectos de sus hijos, su problema era el "qué dirá la gente" o "qué pensará la gente", siempre la gente, cuya opinión estaba por encima de nuestras propias decisiones, viviendo en el temor de la constante desaprobación de la gente y de su tiránica censura, pues si en la Acebumeya te conceptuaban mal ya se las podías hacer con flores que jamás te dirigirían la mirada, el no mirarte a la cara era el castigo más común y la demostración de desprecio y supresión del círculo de amistad, e incluso algunos hasta podían escupirte detrás, no directamente, pero sí hacia su izquierda, en dirección al infierno y el demonio.
En el año 1934 hubo un suceso curioso en la Acebumeya, mi hermana mayor Dolores ya se había casado con nuestro tío Miguel, el de Patamalara [Miguel Fernández Acosta,], que trabajaba ya en la fábrica de la luz como maquinista y había dejado lo de ser guarda de la sierra, quisieron comprar una Virgen para la ermita, la mejor forma de que todos aceptaran la idea era la de comprarla en mancomunidad, y para ello Miguel ideó rifar una radio de válvulas y pilas, un instrumento de tecnología muy avanzada, y con el dinero de la recaudación se compraría la sagrada imagen de la Virgen Milagrosa. La rifa se hizo en la venta de Chacha Lola, en una talega se metieron los papeles con los números y mi Salvadora metió la mano inocente y sacó el número afortunado. La fortuna quiso que la radio le tocara a quien tuvo la idea, y no fue a otro sino a mi cuñado Miguel, designios de la Virgen en su primer milagro, aunque a la gente no le pareció bien. Se llama la Virgen Milagrosa y hoy día está en el Cortijo del Pino. Pero la gente no se quedó contenta con la diosa fortuna y dejaron de mirarle a la cara a Miguel, tanto fue así que se fue a vivir a la fábrica de la luz del río Patamalara, aprovechando que el viejo guarda de la Compañía de electricidad se había muerto. Miguel fue el primer alcalde pedáneo republicano de la Acebumeya, al año siguiente entraron la nacionales lo detuvieron y posteriormente estuvo un año en la cárcel, y se fue a vivir a Torre del Mar.
VI
Cuando yo tenía diez años, ya baia llegado la II Republica el 14 de abril de 1931, empecé a ir a la escuela de la Acebumeya con Doña Dolores, cada día caminaba unos cuatro kilómetros entre ir y venir. En la escuela fue cuando me enamoré de mi primo hermano José Ramón, hijo de un hermano de mi madre que nos acompañaba desde los Cuatro Caminos para que no fuéramos solas. Se me declaró en 1935 en la boda de mi hermana Virtudes, yo tenía trece años. Y así fue como cambió mi vida, porque estaba deseando ser mayor para casarme y poder salir del sometimiento de mis padres, pero vino la guerra y hubo que esperar muchos años más. La primera fotografía que me sacaron tenía yo quince años, me la hicieron en la fábrica de la luz de Patamalara una vez que fui a ver a mi hermana mayor Dolores. Una foto con un peinado muy a la moda, y un traje claro con ramos de flores.
A los meses del año se los conocían por las fiestas religiosas: al mes de Enero por los Reyes, al mes de Febrero por de la Ceniza, la mes de Marzo por el de la Cuaresma, al de Abril por la Semana Santa, a Mayo por el de la Cruz, a Junio por el de san Juan, Julio por el de Santiago, Agosto por el de la Virgen o san Roque, al de Septiembre por el de las Lumbres o los Doloreta, a Octubre por el Pilar, a Noviembre por el de Todos los Santos, y a Diciembre por el de Pascua. La vida rural era tan religiosa que a los meses no se les nombraba por su nombre sino por su fiesta principal. La capillita y hornacina portátil de la Virgen Milagrosa iba por semanas rotando por los cortijos, te la traía la última que la tenía en su casa, algunas veces le acompañaba un cortejo de amigas, se rezaba un Rosario, y algunas veces, si la fiesta era importante, se traían la guitarra y algunos cantaban fandangos, el baile de la verbena era sólo para los casados, las mujeres bailaban con las mujeres, jamás con un mozo, que sólo hacían mirarte y si podían dar la mano te la apretaban con muchas intenciones. En mi casa se ha guardaba siempre la vigilia de cuarenta días antes de la Semana de Pasión del Señor. No se comía nada de carne. El Viernes Santo se comía el tradicional potaje de bacalao con garbanzos y de postre tortillitas fritas de harina rebozadas con miel de caña de Frigiliana. Yo la hago ajos y perejil.
Cuando una visita acudía al cortijo, lo primero era preguntarle por la salud de la familia, luego se hablaba de los precios de los frutos, me comentaba sobre las macetas con sus flores de jardín, le enseñabas el cortijo, la cuadra para que vieras lo hermoso que estaba el marrano que iban a sacrificar por la Pascua, se discutía sobre las arrobas que podía alcanzar; de lo hermoso que estaban los gallos; y si era una visita importante, te daban a elegir algún pollo o un conejo vivo para llevártelo a casa. Se acababa hablando de pretendientes, compromisos, noviazgos y algunos dichos anunciando alguna boda. Algunas visitas se ponían muy pesadas, y cuando tenían ganas de echarlos, decía mi padre vamos a acostarnos que esta gente se tendrá que ir o una exclamación mirando al cielo, ¡anda que la que va a caer! Y ya la visita entendía que era hora de marcharse. A veces, las visitas eran demasiadas, casi a diario cuando había luto, los pésames podían durar meses.
En el verano se movía mucha gente. Llegaban a los Mayarines hombres con burros o con un “hato” a las espaldas que se buscaban la vida vendiendo telas o simplemente cambiando manufacturas por materias primas. Tú le dabas almendras, pasas, higos, y ellos te daban aguardiente, miel de caña, telas, almejas, pescado, quincalla, garbanzos tostados. No había dinero que gastar, pero, nuestras pasas tenían mucho valor, eran nuestra moneda de cambio, como las bayas de cacao en América, tú pagabas con pasas, y muchas veces no eran de las de recibo sino de escombro. Cuando en la Cooperativa le pagaban a mi padre una vez al año, ese dinero tenía que administrarlo para comprar azúcar, harina o alguna bestia de tiro o el cerdo y pagar la contribución. Las pasas las llevaban a Málaga, les llamaban de embarque, porque las exportaban a Inglaterra. Otro producto de importancia era la recogida de las aceitunas, el aceite se metía en “butacos” para el consumo propio, y del sobrante, lo vendía la cooperativa, que pagaba una vez al año. Cuando estábamos en el campo las cartas las traía el panadero de Frigiliana, venía en un mulo vendiendo el pan y hacía de cartero. Cuando yo estaba noviando con José Ramón, y él estaba en Madrid haciendo el servicio militar, después de la guerra, yo iba a los Cuatro Caminos –porque se desviaba hacia Acebumeya- con mi hermana Salvadora para comprar el pan y por si me traía alguna carta. Cuando traía cartas no veas la alegría que me daba, el panadero me hacía rabiar y cuando ya se iba a ir decía: ¡Ah!, Carmelilla, que se me olvidaba tu carta, y a mí me daba mucho coraje. La cogía y me la guardaba en el pecho para luego leerla y releerla a solas con toda intimidad. Las cartas venían de cuando en cuando, porque José no era regular en escribir. Pero cada dos o tres día subía la cuesta con sombrero, por el calor que hacía, a por el pan y a por la posible carta. Yo soy muy blanca de piel y con nada que me dé el sol me pongo colorada.
El día ocho de septiembre era el día de las Lumbres, y se hacían hogueras, la Natividad de la Virgen y fiesta de la Candelaria, esa noche se hacía en cada cortijo una hoguera, y se competía por ver quien la hacía más grande, la noche se iluminaba, ardía todo lo viejo, pencas secas, rastrojos, aulagas, y brozas que se iba recogiendo durante días, todo menos las gavillas de sarmientos y las cepas de la vid que nos servían para el fuego del hogar durante todo el año. Fuego como en la noche de San Juan, había baile, ruedas, fandangos, guitarras y raspar la botella de anís. Las gentes de los campos son muy brutas, catetos nos llaman en la ciudad, pero los catetos nos divertíamos con salud. Había mucha gente viviendo en los campos cuando el secado de las uvas en los paseros, no como hoy día que se están arrancando las viñas para los aguacates, kiwis o chirimoyos, o para hacer cortijos que tanto le gusta a los extranjeros.
VII
Las faenas del campo eran muy duras para los hombres y las mujeres. Durante el verano se hacía la vendimia, se recogía los racimos de las uvas moscateles que era una labor muy trabajosa por lo quebrado del terreno donde su cultivaba, cerros muy laderos por donde no se pueden meter ni las bestias, toda la labor se hacía a mano, el fruto se sacaba de las cepas en canastos plano de mimbre, casi planos, se les llenaba de racimos haciendo un colmo o cono cónico, el canasto se lo subían a la cabeza sobre un roete de tela para que el mimbre no se le clavase en la cabeza, y desde muy lejos los traían hasta los paseros donde se ponían los racimos enteros, y así una y otra vez hasta llenarlos, con el calor que hacía, los hombres acaban con dolores en el cuello, en la cabeza, en las manos y en las piernas. Si se les caía las uvas al suelo eran el hazmerreír de todos, y esa noticia correría como una gota de aceite por todo el Mayarín y dirían: es que esos Simontes son muy delicaos, una gotita de sudor y tiran los canastos, de qué estarán hechos, no son capaces de nada. Y la fama de los Simontes había que mantenerla siempre muy alta. Así se pasaba el verano, trabajando de sol a sol.
Cuando se había terminado la vendimia, llegaba la época del rebusco, es decir, cuando había terminado la vendimia oficial, el dueño tenía que permitir a las gentes sin tierras subieran a recoger los racimos olvidados en las cepas, normalmente venían vecinos de Torrox, gente muy andariega y con mejor vista, con malas caras, eran los pobres, pobres de verdad.
Durante el tiempo del secado de las uvas en los paseros, todos trabajábamos, dando vueltas a los racimos, luego recogerlas y arreglar los racimos en los formaletes para quitarles las podridas, las pequeñas, las feas, armar las tablas para las cajas de madera que venían sueltas, y luego llevarlas a la cooperativa cargadas en el mulo. Terminada esta faena mi padre hacía una pisa de uvas y pasas en el lagar para su vino casero, un vino dulce con mucho cuerpo y graduación de alcohol.
Otros frutos muy ricos de la tierra eran los higos blancos, las almendras, los nísperos, albaricoques, melocotones o duraznos, granadas, manzanas y peras enanas, castañas, moras. Todos tenían bancales (tierras de regadío) en la Acebumeya para el cultivo de verduras y hortalizas como, patatas, ajos, cebollas. La cabra de leche, y algunos conejos y gallinas. Una economía de autosuficiente para no morirnos de hambre y que fue nuestra salvación en la posguerra. Se llevaron a todos los hombres, y nos quedamos nosotras las mujeres con los viejos, viejas y niños.
Pasado el mes de los Santos, con mucho frío, empezaba la recogida de las aceitunas, nuestros olivos estaban repartidos por el Mayarín, eran grandes, altos, majestuosos, los hombres se tienen que subir en ellos, y se ponían negros de la tizne y de las cenizas de las hojas, otras veces se ordeñaban abajo, los olivos más altos se vareaban con una larga caña, en el suelo se tendía un toldo de los usados para los paseros y allí iba cayendo las aceitunas, aunque la mayoría había que cogerlas directamente con las manos entre las piedras y al acabar la temporada las uñas se te habían limado y gastados, sobre todo la de los dedos índices, tanto que algunas veces sangraban. Se iban echando en unas espuertas y luego a los sacos de yute, cuando se habían juntado más de cuatro sacos, mis hermanos los cargaban en los mulos y se los llevaban, bien, al molino o almazara de Frigiliana o al de Cómpeta, allí le daban un vale de las arrobas de aceitunas que dejabas para luego hacer las cuentas al final del año, que pagaban con aceite y dinero. Cuando llegaba el invierno los pámpanos de las viñas habían volado y los sarmientos se habían secado, entonces venía la época de la poda de los sarmientos de las viñas, luego la cava donde las mujeres nos librábamos, y a esperar a que lloviera y a tener suerte a que brotaran en San Juan como granos de verde arroz.
VIII
En el año 1932, vino mi hermano Emilio, el mayor, de hacer el servicio militar en Madrid, la hizo en Caballería. Se fue sirviendo al Rey y vino sirviendo a la República. Mi hermano era de mediana estatura, se parecía mucho a mi padre, los dos eran muy blancos de piel, era fuerte y muy guapo, recuerdo que cuando llegó al cortijo mi padre le dio permiso para fumar delante de él. Empezó a salir, y en la feria de Cómpeta se hizo novio de Dolores Sánchez y se casó con ella que tenía tierras de viñas.
En el año 1935 se casó mi hermana Virtudes, el día de los Santos Inocentes, que era la segunda de las cinco hembras, con Paco Villena, marino militar de profesión y radiotelegrafista, que era más bajito que ella por eso en la foto de bodas él está de pie y ella sentada y en las manos un ramo de flores. Virtudes era mayor que yo, muy alta, esbelta y guapísima. La novia se vistió de blanco y dicen las mujeres que eltraje de novia era parecido al de la Reina María Eugenia, según una fotografía de un viejo periódico. Villena está vestido con un traje gris cruzado, pañuelo en el bolsillo y guantes blancos en la mano izquierda. Él era lo que se dice un buen partido, Suboficial con destinado en Tetuán, natural de los Peñoncillos de Torrox, de la familia de los Cristos, le mandó la tela blanca de organdí, así se llamaban entonces a la seda, para que se hiciese el vestido de novia, mi cuñado Villena fue siempre muy espléndido y lo que era suyo, era de todos. El magnífico vestido de bodas, único que se vio por allí, envidia de las más ricas, se confeccionó en Cómpeta, por una modista llamada Asunción, viuda del Guardia Castillejo. Yo fui con ella varias veces a Cómpeta a las pruebas. El día del casamiento el novio vino de Torrox vestido con un traje cruzado gris a rayas, porque su familia vivíaen un cortijo de los Peñoncillos. La ceremonia de la boda se celebró en el mismo cortijo de mi padre no como la mía que fue en Cómpeta, durante la misa mi madre estaba muy nerviosa por si mi hermana, la bella Virtudes, necesita algo.
Dentro del cortijo el cura preparó su liturgia y en un lugar preferente, puso el Santísimo que lo había traído metido en una cartera, desde luego que el cortijo era pequeño pero la enramada o exterior era amplia, se había blanqueado para la ocasión, decorado con una colcha de tela “zaraza” y un mantón de Manila de la tía Dolores la de Pastor. Como no cabíamos dentro, la mayoría permanecimos fuera, allí no dejaba de buscar con la mirada a mi Joseíco que la tenía delante, ese día se me declaró. Debió encontrar valor en algunos misteriosos vasos de vino, porque no entendí lo que me dijo, pero yo le dije que sí por si acaso. Solamente estuvimos once años de novios hasta casarnos en 1946.
Después de las bendiciones de la boda de mi hermana, hubo comida, vino y risas como en todas las bodas, no hubo baile pues siempre estábamos guardando algún luto a algún familiar difunto, de hecho a mí me tocó vestir casi siempre de luto, hasta que me cansé de llevarlos estando ya en Málaga capital, y me lo quité. Los novios de fueron a Madrid. Aquel mismo año hubo dos bodas más en la Acebumeya. La de mi primo y cuñado Miguel con Ana Sánchez. Y otra, la de la prima María, hermana de Edelmira, novia de mi hermano José.
Cuando empezó la guerra mi hermana Virtudes y su marido estaban en Ceuta, en bando nacional, nosotros en bando republicano, y cuando acabó la guerra recuerdo que todavía seguía allí porque nos mandó a Málaga con el submarino unos sacos vacíos, café, tabaco y unos prismáticos que le regaló a mi padre. Aquel día fuimos a Málaga a ver a mi hermano José que estaba haciendo la mili en el Cuartel de la Trinidad. En el Parque de Málaga nos hicimos juntos una foto matón. Mi cuñado Villena era un hombre muy simpático y cariñoso, su último destino fue Bilbao donde fallecieron los dos, dejando cuatro hijos: tres hembras y un varón.
El 18 de julio del 1936 tenía yo catorce años, los iba a cumplir el 26 de ese mismo mes. La guerra iba a cambiar todos mis planes y los planes de toda la familia, un desastre humano de incalculable desenlace. Se llevaron a todos mis hermanos mayores, menos a mi padre, ya que él era muy viejo había nacido en 1874 y además estaba mal del pecho y no podía trabajar ni coger las armas. Mis hermanas mayores se habían marchado con sus maridos, y mi madre, mi hermana Salvadora y yo tuvimos que hacer todos los trabajos duros del campo. Mi padre nos vigilaba y quería que rindiéramos como los hombres y en cuanto nos sentábamos un poco para coser o descansar ya se enfadaba, además estaba muy nervioso porque a algunos familiares los habían fusilado y a otros metidos en la cárcel. El terror imperaba en Acebumeya y Frigiliana, pues no sabía quién te podía denunciar. Los veranos del 36 al 38 nos quedamos sin hombres. Y las mujeres tuvimos que hacer todas las faenas del campo, desde cavar, podar, injertar, labrar y recolectar. El tiempo de mayor trabajo empezaba en julio, todo el verano se lo dedicábamos a las uvas, las pasas, los higos, los frutos, los bancales y por la tarde horas y horas con el formaleteentre las piernas espulgando pasas y cortándolas una a una de los racimos. Luego en invierno venía la recogida de las aceitunas, y era un no parar. Estaba deseando casarme para no trabajar como un peón/a sin sueldo, salir del yugo de mi padre y de toda aquella soledad del cortijo.
En el mes de diciembre de 1938, faltando unos meses para que acabara aquella maldita guerra me dieron un disgusto de muerte, los nacionales, que ya hacía un par de años que habían entrado en Málaga, se llevaron a la guerra a mi novio con dieciocho cumplidos, y estuvo seis años de mili, de vez en cuando venía a verme. Nunca pensé en que lo podían matar. Mi madre siempre nos dijo a las hembras que cuidadito con los hombres que ellos solamente buscan el goce de los instintos, no nos fuera a pasar como a Plácida Orgaz, que Antonio Simón le hizo un crío sin estar casados y luego pasó lo que pasó. Un hijo ilegítimo era lo peor que le podía pasar a una joven soltera.
Pasada la guerra el campo se puso muy malo por culpa de los maquis de la sierra y mi padre compró una casa en el barribarto de Frigiliana, hoy calle de El Darra, a donde nos fuimos a vivir, pasar del solitario cortijo al pueblo fue un cambio radical en nuestras vidas, entramos en la sociedad, mis hermanos se fueron casando todos. Tanto yo como mi hermana Salvadora esperábamos que alguien nos rescatara de nuestra alcazaba y exigentes padres.
IX
El 6 de julio de 1946, estando aquel verano de trabajo en el cortijo del Mayarían me liberé de mi padre o mejor decir que me casé, por fin, con mi novio y primo hermano José Ramón, se pasó del Ejército a la Guardia Civil, nos casamos en Cómpeta. Mi boda no fue nada especial, casi desapercibida, nos fuimos hasta Cómpeta en caballerías muy de madrugada, no llevaba yo un vestido blanco de tela de organdí como el de mi hermana Virtudes que su novio le trajo la tela desde Tetuán, todavía recuerdo el frufrú del roce de la tela; en cambio, mi traje no fue blanco, sino de algodón y lana, chaqueta gris con botones y un moño para parecer más alta, ya que la diferencia de estatura con mi marido era y es muy considerable. Mi madre nos había advertido a las hembras que nunca confesáramos a los curas lo que hacíamos en el matrimonio, porque no son pecados, porque el matrimonio estaba santificado.
Después de la guerra, vinieron unos años malos. La costumbre, era la de casarse de madrugada e incluso de noche para que los invitados no perdieran un día de trabajo o no te asaltaran los maquis, de día sólo se casaban los ricos y pudientes para poder enseñar el traje de bodas y el ajuar. A nosotros nos echaron las bendiciones de madrugada. A mi marido le hubiera gustado casarse vestido de uniforme de Guardia Civil, pero en aquellos años, ir por el camino vestido de guardia era muy peligroso por los maquis de la sierra, lo hizo de paisano con el único traje que tenía. No tenemos foto de bodas. En aquellos años estaba la costumbre de que el hombre vistiera de pana, comprase un sombrero nuevo y unas botas, las botas del casamiento, y algunos era la primera vez que metían los pies en algo de cuero tan molesto. Las mujeres recibíamos una pequeña dote y el ajuar que nos hacíamos nosotras en los duros años de soltería, había que coser mucho porque la ropa estaba muy cara.
El día que iba para casarme, las vecinas chismosas de la Loma, Encarna y Rosario hablaban asomadas a una ventana no oía muy bien lo que decían pero estaba segura de adivinarlo: "Ahí va, fíjate quien va a casarse, si es Carmela la de Virtudes, y vienen en mulo desde la Acebumeya, ¡qué chiquita es!, si parece una muñeca, como se ríe de los años. Pero mujer, decía la otra, si es que es una cría, tiene veinticuatro años, el novio es un buen mozo alto como un Simontesy Guardia Civil, aunque en cuanto se casen se tienen que ir a Ciudad Real. ¿Tan lejos lo mandaron? Yo no cambiaría el vivir en mi tierra por un hombre. Eso lo dices ahora pero si pillaras un partido parecido a José ya veríamos. ¿Sabías que son primos hermanos? Esta gente de la Acebumeya son muy primitivos, solo se casan entre ellos. Algún día se van a casar entre hermanos, padre e hijas. No seas bestia Encarna que te tenían que meter la lengua por donde las chotas echan las cagarrutas".
Ni un clavel reventón, ni una mísera flor de las que crecen salvajes al borde de los caminos, ni una margarita o una de romero pusieron en el altar de la iglesia de Cómpeta el día que me casé. Me vestí en casa de mi tía Dolores Pastor. Ponerme colorada como un tomate me daba una rabia descomunal, las chicas bien educadas nos teníamos que poner rojas las mejillas en un acto de vergüenza o timidez, que tan bien se nos consideraba, pues el día de mi boda me prometí a mí misma no ponerme roja nunca más, pero en cuanto el cura me preguntó: “¿quieres a José Ramón por esposo…?”, se me subió la sangre a las mejillas, a la nariz y a las orejas, cuando salí parecía yo una amapola, la única flor del altar, porque no habían puesto ninguna. Fuimos a casa de mi hermano Emilio en Cómpeta y allí me lavé el rostro con agua fría y todo el día tuve el color de los tomates en las mejillas, ¡qué coraje!
Regresamos al cortijo de mis padres en la loma del Mayarín, porque el convite se celebró al medio día allí. Mi suegro había sacrificado un cegajo, un macho cabrío joven, para eso era cabrero. Yo estaba muy nerviosa y no me acuerdo cómo lo prepararon. Creo que no comí de lo nerviosa que me encontraron, parecía la niña de Brígida que le daban ataques de epilepsia. Por la tarde, cuando el convite terminó, nos fuimos a dormir al cortijo de mis suegros. Me daba mucha vergüenza dormir allí con mi marido, además mi suegro era tío mío, hermano de mi madre. Todos estaban pendientes de un ruido, de un suspiro o de un lamento. Los mozos, para no perder la tradición, nos dieron la murga por la ventana, cantando y chiflando. Por la mañana temprano, nos trajeron el desayuno a la cama: chocolate con rebanadas de pan frito, sería la única vez que he desayunado en la cama, ni estando mala, es lo más incómodo que se puede hacer. La comida del medio día que allí llamamos almuerzo fue un pavo con patatas guisadas, salsa de tomate y de postre arroz con leche. Después de comer nos fuimos muy contentos a mi cortijo a recoger mis cosas y despedirme. Al fin me vi libre de mis padres y hermanos.
Mi Salvadora, la menor de mis hermanas, la benjamina, se quedaba solita y lloró mucho cuando nos despedimos, no sé si por lástima o por que se quedaba sin ayuda, antes de doblar la loma dirección Torrox eché un vistazo a la alta chimenea encalada del cortijo, y allí desde el poyete bajo la enramada se pusieron todos a decirme adiós con los pañuelos blancos de sus manos y chiflidos de cabreros.
Llegamos a la Pensión de mi tía Emilia en Torrox, ya anochecido, pero con tiempo de dar una vuelta por la plaza acompañados de mi sobrina Emilia y de su marido Salvador Villena. Salvador era un hombre muy abierto, nos convidó a un barquillo de helados, yo era la primera vez que me comía uno, los sacó de un bidón metálico forrado de corchos para conservar el frío. Mi marido que vestía el uniforme oliva no pudo comer helado, estaba prohibido por el reglamento, dijo él con ciertas reservas, y siempre me pregunté que, qué era lo que ese maldito Reglamento no prohibía. Al día siguiente marchamos para Málaga y a las doce del día nos montamos en el tren para Ciudad Real, en un viaje que duró dos días en asientos de madera. No creí que España fuera tan grande, por muchos kilómetros que hacíamos nunca llegábamos al final. “¿Pero a dónde nos han mandado?” le pregunté a mi marido, sin idea de dónde estábamos, sin saber volver, con la orientación perdida. Tras no sé cuántas paradas, hicimos transbordo en Manzanares, era media noche, en Manzanares nos pasamos la noche buscando una habitación, sin encontrarla, al final acabamos otra vez en la estación, esperando un tren que nos llevara a Ciudad Real, todavía faltaban muchos kilómetros por encima de las vías, túneles, paradas, estaciones, pasajeros desconocidos y más traqueteos, por fin llegamos a nuestro destino a las cuatro de la tarde, mareados como quien baja de un barco, con calor del mes de julio que quemaba las cosechas de cereales. Desde Ciudad Real a Piedrabuena no había tren, fuimos en una camioneta de viajeros.
X
Nuestra luna de miel fue nuestro viaje al pueblo de Piedrabuena. Dormimos aquella noche en calle Cristo nº 7 una casa que mi marido alquiló en el pueblo porque no había pabellones en la casa-cuartel de la Guardia Civil. A la mañana siguiente, fue horrible, llamaron a mi marido y se marchó de servicio contra los maquis al Destacamento de Arripa, a veinticinco kilómetros de distancia de Piedrabuena. Parecerá increíble lo que os voy a contar, pero pasó seis meses sin aparecer por casa, aunque venía a escondidas, aprovechando algún descuido de los superiores, jugándose el uniforme. En aquellos tiempos por una falta Camilo Alonso Vega, Director General, procedente del Ejército de Tierra y los expulsaba del Cuerpo. Había impuesto una disciplina espartana, inhumana, un tirano para los pobres guardias, pues por una tontería del servicio los expulsaba sin derechos pasivos y sin más derechos. Y además les pagaba unas 333 pesetas al mes. En los seis meses nos vimos unas cuantas horas. Tiempo después el asunto del servicio mejoró porque hacían servicio de Correrías de ocho días.
El 7 de mayo de 1947 nació mi primer hijo al que le pusimos de nombre Ramoberto. A mi marido le vino el nombre de un pretendiente que tuvo su madre en la Venta Panaderos, llamado don Juan Ramoberto. En el parto fui asistida por las vecinas y una comadrona, mi marido estaba como siempre de servicio en algún control de carreteras, cuando nació le mandé aviso al Destacamento de Téjar, a 35 kilómetros, cerca de la provincia de Badajoz, se vino andando acompañado de otro guardia que no quiso que viniera solo, uno que se llamaban Carrasco Duarte y era de su misma promoción de guardias natural de Pedregalejo en Málaga.
Cuando terminó la concentración del Destacamento de Téjar, mi marido pasó un mes en el Puesto de Piedrabuena, terminado este tiempo lo concentraron de nuevo en la localidad de Casas, estando en Casas hice un viaje a Ciudad Real con la hija de un sargento, cuando regresé a Piedrabuena me dijeron que mi marido había estado allí en una de sus escapadas y no lo pude ver hasta pasado meses, fue un disgusto que me hizo llorar y me acordé mucho de mi gente en el Mayarín, por culpa de un viaje no pude verlo, con las ganas que yo tenía de verlo siempre y de que viera al niño. Mi marido pasó muchas penalidades, y eso que no me contaba todo lo que le pasaba para que yo no me asustara.
El 22 de marzo de 1948 hice un viaje a Málaga con mi hijo Ramoberto, los dos solos, mi marido no tenía permiso, yo deseaba que mi gente conocieran al niño. Tomé el tren de Ciudad Real a Manzanares y como iba muy completo me senté sobre la maleta y mi niño en los brazos. No había mucha diferencia con los asientos de madera. Cuando llegué a Manzanares era de noche, hacía mucho frío, estaba yo en la estación del porche esperando el transbordo para el tren a Andalucía cuando empezó a llover, estaba asustada porque allí había muchos trasperlista y gente desconocida, tenía miedo por mi hijo. ¡Qué carilla de frío no tendría yo!, que cuando me vio el jefe de estación me hizo entrar en el salón de su oficina donde tenían una buena calefacción. Cuando llegó el tren, el jefe de estación, muy amable me ayudó a subir al tren con la maleta y el niño que no lo soltaba para nada. Las caras de la gente en el tren me descomponían, me parecían maquis, me miraban descaradamente, era de noche, yo no me atrevía a hablar, tenía miedo, no fuera a ser que conocieran a mi marido que estaba pegando tiros en los montes de Ciudad Real, buscando bandoleros o maquis, era muy difícil que me relacionaran con él, si apenas habíamos estado juntos un par de meses en un año, pero mi imaginación me traicionaba y me mantenía despierta, no fuera a ser que si me durmiera y algún viajero me quitara al niño. Estuve toda la noche sin dormir agarrada al niño.
Llovía sin compasión sobre aquellas tierras resecas de La Mancha, tanta agua cayó que se derrumbó el puente ferroviario que pasaba por Córdoba y el tren tuvo que dar un rodeo por Jaén y Cabra. Cuando llegué a Málaga el coche de línea para Nerja ya se había marchado, y como en Málaga capital no tenía familia me quedé en una pensión cerca de la Plaza de Arriola, estaba muy cansada, el niño me tenía los brazos hechos polvo, allí me llevé un susto de muerte. Por la mañana no podía bajar la maleta y el niño a la vez, así que se lo dejé a la señora de la pensión mientras iba a dejar la maleta en la baca del coche de línea de Mariano, cuando regresé no estaba la señora ni el niño, no sé lo que me entró, casi me mareo, no encontraba a la señora de la pensión, las piernas se me ponían de soga, no sabía para donde correr ni a quién preguntar, no hacía más que acordarme de mi marido, me habían secuestrado al niño.
Por fin vi a la señora de la pensión con el niño en brazos, había ido a otra habitación para atender a un cliente. Cómo respiré y nunca jamás fue tan feliz en mi vida. Ya he dicho que fui muy asustona durante toda mi vida, por culpa de mis hermanos y de mis padres que me educaron en el miedo, la represión y el temor a Dios. Por fin llegué a Nerja y desde Nerja a Frigiliana en la Alsina, hasta allí bajó mi suegro que poseía una mula roja. Cuando al fin me vi con los míos me pareció mentira que hubiera tenido el valor de hacer un viaje tan largo, y lo mal que lo estaba pasando allí sola en Piedrabuena.
XI
Sobre mi vida, diré que tuve siete partos y me viven cinco hijos, el segundo hijo era una varón se murió ya nacido. Tengo ahora dos varones y tres hembras: Ramoberto, Mari Carmen, Virtudes, Emilia y Miguel. Y seis nietos preciosos. [Llegó a tener ocho nietos].
Sobre mi vida social, diré que hace veinticinco años que pertenezco al movimiento religioso Familiar de San Juan de Ávila, santo que nació en Almodóvar del Campo (Ciudad Real) soy coordinadora y tengo magníficas compañeras. Para pertenecer a este movimiento tan sólo se exige oír Misa todos los días y asistir a las reuniones de lunes y martes. He leído muchos libros de Religión, Vida de Santos, la Biblia, el Vaticano II y los Cuatro Evangelios. Pronto haré las bodas de Oro de casada, no me puedo quejar y mis dolencias son las propias de los años. He perdido la memoria inmediata, a pesar de ello, me acuerdo de todo lo antiguo, me trata un geriatra, pero mi punto débil son las piernas.
Firmado.: Carmen Fernández, 1991
Una historia preciosa que te encantará. El Acebuchal fue abandonada en 1948, por culpa de los bandoleros de posguerra. La gente volvió en 1953 cuando acabó el maquis, luego se marchó otra vez en 1964, estuvo abandonada y destruida cerca de 50 años, y actualmente se encuentra reconstruida, desde los año 2000.